Por R . RAMOS-PEREA
Cuando me invitan a ver una obra de teatro, invitaciones que recibo a cada momento, mi criterio para aceptarlas es muy sencillo: tiene que intervenir en ella un dramaturgo puertorriqueño.
Eso no quiere decir que no me interese el teatro internacional, ¡pero es que ya he visto tanto! Tras casi 20 años de reseñista y crítico dramático, llega un momento en que lo único que me sorprende es lo que se hace sobre mi patria.
Acepté la invitación y escribo esta reseña del colega dramaturgo Joaquín Octavio, quien estrenó ayer su versión de la novela “La Nariz” de Nikolai Gógol (1805-1852), escrita por este narrador y dramaturgo ucraniano en 1835, y que fue pilar del romanticismo ruso. Como he sido profesor de Romanticismo en muchas ocasiones, Gógol es uno de mis temas de estudio, y lo considero ciertamente uno de mis autores favoritos. Por lo tanto, la invitación estaba servida.
El primera montaje con Gógol, que recuerdo con gran alegría fue el del primerísimo actor que fue Félix Monclova, patriarca de una familia de actores. Félix Monclova, el gran “Currucho”, estrenó por allá en el año 77, la noveleta de Gógol, “El Diario de un Loco”, que yo pude disfrutar en mis años universitarios. Me impactó tanto aquella puesta en escena que hasta me aprendí las primeras dos páginas, que todavía recuerdo con la misma entonación y casi con los mismos movimientos que había hecho Currucho en su estreno en Mayagüez.
De ahí en adelante, Gógol no se despegó de mi atención en los varios montajes que se han hecho en nuestro país de su obra teatral magna, “El Inspector”. Yo mismo realicé uno en el año 2008. Recientemente y luego de ver otra excelente adaptación, ahora veo esta noveleta, “La Nariz”, en el Festival Internacional del ICPR. La invitación de Joaquín Octavio me llenó de tal sorpresa porque el espectáculo que vi, aparte de algunas ocurrencias performáticas de puro entretenimiento, conserva el magnificente absurdo, la denuncia política directa, y el compromiso de Gógol con el futuro social, descritos de las maneras más satíricas e hilarantes que se pudiesen concebir.
Octavio trae la acción de “La Nariz” a Puerto Rico, donde vemos a este mayor, político asesor y tantas cosas inútiles que muchos funcionarios políticos hacen en nuestro país, la mañana en que se levanta muy contento para asistir a su trabajo corrupto y se sorprende al notar que no tiene nariz. De ahí en adelante, los hechos se suscitan vertiginosamente, hasta que el mismo Gógol, como autor de este imaginario, no puede dar una explicación lógica ni concreta de por qué demonios se le cayó la nariz a este presuntuoso imbécil. Si bien el asunto de la nariz es absolutamente metafórico, lo interesante de la puesta de Octavio es que conserva esa sensación de absurdidad, de paradoja, de sinsentido que Gógol anunciaba ya en el año 1834 y que heredaron escritores geniales como Kafka, Camus, Ionesco, y Beckett. Y, ciertamente, quienes mejor lo heredaron fueron aquellos dramaturgos y narradores de lo que se dio a conocer como la literatura del absurdo posterior a la Segunda Guerra Mundial.
El absurdo no es un ridículo ni es un entretenimiento vacuo; es una trágica confrontación del hombre que no puede explicar ni encontrar el sentido de su vida en un mundo caótico que permanece totalmente incomunicado. Este escritor ucraniano supo reconocer en un mundo tan sistematizado, cuadrado, y ciertamente riguroso, severo y conservador que fue el romanticismo— del cual, precisamente, los románticos trataron de liberarse— su mejor estímulo creativo.
En nuestra literatura dramática, escritores como Manuel Méndez Ballester, Francisco Arriví y René Marqués encontraron en el absurdo una explicación al proceso colonial. Esa explicación va a encontrar un gran epítome en la dramaturgia de Myrna Casas, que, junto a Antonio Ramírez Córdova, serán los mayores exponentes del teatro del absurdo nacional.
Inspirado o no por Gógol, Octavio ha hecho un trabajo de adaptación que depende en gran medida del acto performativo, del movimiento sin diálogo, de las imágenes en una pantalla gigantesca, de la música, la iluminación y el vestuario, que son por demás atrayentes y criados de un voraz imaginario que mantiene al espectador en continua atención.
El espectáculo descansa sobre el trabajo actoral de ese primerísimo actor y mimo que es hoy por hoy, Iván Olmo. Podemos decir mil cosas de las excelencias del trabajo superlativo del colega Olmo, quien lleva años dándonos cátedra de un buen teatro de movimiento, de baile, de expresión gestual y hasta de palabra.
Pero afirmamos siempre que Olmo, a través de esa fractura maravillosa que ha creado en el Teatro Nacional con su grupo Polimnia, domina como nadie, lo corporal, la imaginación gestual y la adicción innovadora.
El actor Israel Lugo no necesita nuestros elogios; lleva años probando su excelencia como un perfumero y un actor brillante que ha ocupado con éxito todos los espacios de lo que podría llamarse teatro gestual, performativo, psicofísico… que se enriquece con la dramaturgia del cuerpo y la dramaturgia de la voz. Sorprende de igual manera la actriz Marisa Gómez Cuevas, quien en su multiplicidad de personajes despliega una gran calidad escénica.
En suma, “La Nariz”, como pieza que ratifica la importancia del Festival Internacional de Teatro del Instituto de Cultura Puertorriqueña, es un logro por donde quiera que lo veamos. Es un logro técnico a manos del talento de Tito Negrón en las luces, las animaciones de Fernando de Peña, la producción de los cabezudos de Julio César Morales, y un diseño de producción de Cristina Agostini Fitch que son dignos de un gran aplauso. Nunca he sido muy fanático de aplaudir este festival, pero ciertamente esta, por sus vínculos significativos con la dramaturgia nacional, me obliga a repensar mi actitud.
Felicitaciones al dramaturgo y director Joaquín Octavio por tan brillante puesta en escena de “La Nariz” de Gógol.
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