Por Roberto Ramos-Perea
Mis años como reseñista y crítico de teatro, aparte de mis estudios y mis contribuciones dramatúrgicas, no han sido pocos. Desde los años 80 he estado escribiendo mis visiones de lo que entiendo es el teatro nacional puertorriqueño y cuál ha sido su proceso sociológico, enfocándome principalmente en sus signos de identidad, en sus aspiraciones revolucionarias y en sus aportaciones ideológicas. Porque entiendo que, para nosotros, los puertorriqueños, no existirá un género literario más demostrativo de nuestra historia, contradicciones y procesos de afirmación o negación que la dramaturgia.
Lo he dicho mil veces: LA DRAMATURGIA (texto y puesta) ES LA MEMORIA DE LA CIVILIZACIÓN. No podríamos conocer la historia y la idiosincrasia del mundo sin el teatro como reunión de ideas en conflicto, de grupos sociales, de poderes y sublevados, de luchas, en fin, de la grandeza de lo humano.
En todos estos años me he topado con gratísimas sorpresas y con grandes desilusiones. Anoche encontré un tesoro. Apoyado en mis años de estudio y en mis meditaciones, puedo afirmar que la obra Candela de Johanna Ferrán, que ha estado en cartelera en el teatro de la Escuela de Bellas Artes de Bayamón, es una de las sorpresas más gratas que he recibido en los últimos 20 años de presenciar teatro puertorriqueño. Creo, sin temor a equivocarme, que es una de las contribuciones más significativas y notables de la dramaturgia puertorriqueña contemporánea.
Quizá no encontraría las palabras adecuadas para expresar la asertividad, eficiencia y audacia de este texto y su representación. No gusto de elogios desmedidos, pero es muy difícil que mi palabra alcance la altura de mi sorpresa.
La historia (en la que Ferrán como autora tuvo colaboradores), es muy sencilla, pero su significación aporta inmensamente a la trayectoria de la representación del mundo esclavista puertorriqueño del siglo XIX, que comienza con La cuarterona de Alejandro Tapia en 1867, sigue su paso a través de ¡Pobres Sinda! de Ramón Méndez Quiñones de 1884 y encaja con los dramas de Derkes, hasta llegar a la memoria de la lucha antiesclavista de Emilio Belaval, Francisco Arriví, Myrna Casas, Victoria Espinosa, Zora Moreno, Teresa Marichal y muchas otras dramaturgias entre las que incluyo la mía con mi obra Gozos de Inquisición (2013).
Las imágenes del negro sometido a una supremacía blanca han permanecido en nuestra memoria desde nuestra misma conquista. La obra Candela de Ferrán propone un entramado de escenas audaces en las que se cuece la rebelión de los esclavos de la hacienda de Don Pedro Valdemar y los abusos indiscriminados de este criollo capitalista, que van desde la tortura hasta la violación, sin más justificación que su capricho.
Esto, que podría ser arquetípico, gana brillante singularidad con las varias subtramas de la pieza, en las que se muestra la contradicción del blanco enamorado del mismo negro que lo esclaviza y del negro enamorado de la blanca que lo subyuga. El énfasis en la sexualidad fiera y salvaje, que es intrínsecamente humana y sin colores de piel, se manifiesta agriamente como motivo principal del acto revolucionario contra Valdemar.
Aun con algunas imprecisiones históricas insignificantes, la pieza se desarrolla limpiamente poco antes del decreto de la abolición de 1873, sobre la que Ferrán ha hecho una variedad de interpretaciones, tanto de vestuario como de estilos de actuación, pero siempre conservando con gran fuerza y presencia al espíritu decimonónico.
Destaca luminosamente la actuación de Pedro Orlando Torres, profesor de dicha escuela, a quien ya conocemos por amistad y trabajo común, por la inmensidad de su talento, su verdad escénica, y sobre todo, su inteligencia como actor. Podríamos decir, como decimos muchos, que Pedro Orlando Torres es un monstruo de la escena: la domina, la ilumina y la hace estallar con su portentosa voz y presencia.
En la obra se desempeña un cuerpo de 28 actores, estudiantes avanzados de Ferrán y Torres, que han trabajado un espacio de organicidad y de verdad escénica envidiables. Cualquier director daría lo que no tiene por tener actores con esta capacidad para la verdad, la poesía escénica y la comprensión del texto que representan.
En los aspectos técnicos destaca una iluminación atrevida, un espacio escénico dominado por proyecciones y mobiliario que sorprenden por su versatilidad, unas coreografías, bailes y cantos que impactan explosivamente los sentidos.
Es una puesta en escena de una calidad y un valor muy por encima de lo que hoy consideramos “profesional” en las salas del Estado. Siempre he dicho que hay que mirar muy de cerca lo que se está cocinando en Escuelas de Arte Municipales y en Departamentos de Drama universitarios. Es allí donde está la esencia del arte dramático nacional en su forma y sentir más puro. Pronto disfrutaré del texto para realizar un trabajo crítico a la altura de este ofrecimiento. Esta breve reseña no alcanza a describir la excelencia y la calidad de la que fui testigo.
Una última frase a la colega Johanna Ferrán: usted dijo en su presentación que el teatro tenía dos misiones, entretener y educar. Colega, usted se equivoca. Usted no me ha entretenido, usted me ha provocado. Usted me ha revolucionado, asombrado, intrigado y sorprendido. Usted y su obra me han deslumbrado. Y esa es la verdadera misión que tiene el teatro.
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