Por R. RAMOS-PEREA.
Estos días que han pasado me han obligado a retraerme de maneras insospechadas. A mis años, me he dado cuenta del valor de la pausada observación y reflexión de lo que me rodea. Mi sabio abuelo paterno me dijo una vez —era yo muy chico entonces—: "Cuando algo te preocupa, piensa en momentos felices". Sentado en mi oficina, mirando papeles viejos, además de mis experiencias familiares, que valoro más que ninguna otra, recuerdo varios momentos felices junto a dramaturgos que han significado para mí puertas abiertas a mi pensamiento y a mi conducta.
Encuentro un programa de un estreno de Arthur Miller que vi en Londres en 1991 y recuerdo que él estaba en el vestíbulo. Yo, de boricua aprontado, me le acerqué sin mucho protocolo y, luego de presentarme, le pregunté qué opinaba sobre la situación de Puerto Rico, sabiendo que Arthur Miller era no solo el dramaturgo más importante de Estados Unidos, sino también un ferviente socialista. Poco me importó que hubiese sido uno de los maridos de Marilyn Monroe (a quien yo venero); era uno de los mejores escritores de teatro del mundo y yo tenía que mirarlo a los ojos de alguna manera. Me devolvió el saludo con mucha amabilidad e incluso, poniéndome levemente la mano en el hombro, me separó de la persona con quien hablaba y luego de hablarnos varios temas, le pregunté lo obvio. Y me dijo con franqueza: "Puerto Rico tiene que lograr su independencia de los Estados Unidos tan pronto como le sea posible". A lo que le respondí:
"Lamentablemente, no es una decisión que podamos tomar nosotros; depende de ustedes en Estados Unidos". "Yo hablaré de ello siempre que pueda", me contestó. Hablamos alguna que otra cosa sobre su estreno y sobre el teatro, y no sé si en sus miles de textos y entrevistas dijo algo, pero siempre agradeceré esos 15 minutos en los que Puerto Rico le saltó de su memoria.
Algo similar me pasó con Alfonso Sastre, con quien sí tuve un largo intercambio epistolar. Quien sepa algo de teatro español sabe que Alfonso Sastre es figura primal de toda la historia del teatro español del siglo XX. Un hombre perseguido por sus ideas separatistas vascas y de una inteligencia y cultura enormes. Con Sastre compartí buenos momentos, como cuando vio el estreno de mi obra Miénteme más en el Festival de Cádiz. Conservo sus cartas, en las que me hablaba de política y me estimulaba a continuar nuestro oficio.
Recuerdo mi amistad con Román Chalbaud, dramaturgo venezolano, y su entusiasmo con la dramaturgia puertorriqueña, así como con el Maestro mexicano Emilio Carballido, quien, de manera glamorosa, siempre celebraba la frescura de nuestra dramaturgia. Toqué la puerta de la casa de Harold Pinter en Londres el año en que se celebraba el quinto centenario de la invasión española a América. Pinter me dedicó una buena conversación, sobre todo porque él andaba presidiendo, no sé qué comisión europea que tenía que ver con aquel quinto centenario. Resultó ser un tipo muy curioso, me hizo más preguntas a mí de las que yo le hice a él, para al final concluir que, ciertamente, Puerto Rico era una víctima más de aquel suceso que ni él mismo sabía si podía considerarse extraordinario.
He sostenido amistad con muchos de los mejores dramaturgos de Latinoamérica. En mis viajes a Cuba, conversé largamente con muchos dramaturgos, algunos impulsores del régimen, otros no tanto, pero todos sostenedores de nuestra hermandad antillana.
Sostuve una estrecha amistad epistolar con un dramaturgo del Frente Polisario en África, Bulaji Lahlifa, asesinado en la guerra de independencia del Sahara contra Marruecos y mi amistad con muchos dramaturgos españoles contemporáneos es larga y da para mucho contar.
¿Por qué parece que presumo de todo esto? Los dramaturgos han sido menospreciados en su poderosa capacidad de ser testigos de los hechos sociales, de ser voces del pueblo que los va a ver a los escenarios o a las pantallas de cine.
Profetizo un gran desprecio por el intelecto y la cultura en los años venideros en lo que respecta a Estados Unidos. De aquí, no sé, cuando allá escupen aquí se inunda. Pero, sea lo que suceda, creo que las nuevas generaciones de dramaturgos, unidas a las viejas como la mía, deben tener un papel muy importante en la discusión de los problemas y de las inquietudes sociales.
No serán tiempos fáciles, nunca lo han sido, así que debemos aprovechar de manera diplomática todos los espacios y momentos en que nuestra inteligencia pueda ponerse al servicio de soluciones prácticas, lógicas y razonables con respecto a todo lo que nos sucede como nación.
Digo este último pensamiento a la nueva generación de dramaturgos puertorriqueños, a la que admiro tanto y de la que todavía tengo mucho que aprender, porque sé que ustedes asumirán el compromiso que nosotros asumimos en los 70, los 80, los 90, cuando decidimos poner en los escenarios la voz de la nación. Quiero escuchar esa voz.
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