Por ROBERTO RAMOS-PEREA
Del Instituto Alejandro Tapia y Rivera
Asistir al teatro es una experiencia. No una mera diversión. Es la confrontación de sus visiones de mundo con las de un autor dramático. Una confrontación donde nadie es inocente ni pasivo. Y la experiencia de estar en el teatro es de la misma tesitura que la experiencia de la comunicación humana.
La obra de teatro que usted elige ver, es el signo de lo que usted como público espera. Como una cita a ciegas de la que usted ya tiene un adelanto, bien por el comentario de un amigo, por buscar información en las redes o bien por opiniones previas que con o sin fundamento inciten su interés. Pero también está el asunto del gusto. Y el gusto no tiene nada que ver con sus intereses o sus carencias.
Yo no creo que el teatro deba educar -que es la más cruda carencia de nuestra sociedad-, creo que el teatro debe conmover, debe provocar la inteligencia (la que usamos para sobrevivir) y la pasión, (que no es otra cosa que ir con pasión ante algo). Tampoco creo que el teatro deba entretener, porque el teatro es un emisor de símbolos y mensajes que cada uno interpreta según su cultura y su nivel de comprensión. Eso de pasar un buen rato con una comedia (buena o mala) complace nuestra eterna necesidad de auto gratificación. Y es lo correcto y adecuado para gentes que necesitan esas gratificaciones. El problema es que no es correcto que esas gratificaciones establezcan la norma de lo que son las cosas y que por satisfacerlas, una mediocre mentalidad defina que “eso” sea lo que es buen entretenimiento sin tomar en cuenta lo que promueven esos símbolos, esos mensajes y las imágenes y prejuicios que provocan esas risas.
El teatro es lo que ha sido el teatro. No lo juzguemos por lo que no ha sido. Hasta hoy, ha sido un crudo reflejo de nuestras pasiones, de la carnalidad de nuestras ambiciones, de las mentiras sociales, de las aspiraciones más nobles, de las redenciones más puras y del más irracional y asesino de nuestros actos.
Siempre dicho que hay espacio para todo en los teatros de la nación y las personas que a él acuden (sean o no del mundo del teatro), asisten a él por infinidad de razones.
Pero ciertamente, (y en esto me detengo y cambio de acera), los más recientes gustos teatrales manifestados por nuestra sociedad humana (incluidas otras muchas capitales teatrales del mundo) van camino a una trivialización y a una pérdida de sentido artístico.
Uno de los más importantes sociólogos del teatro de Estados Unidos comentaba sobre la ausencia de ideas trascendentes y necesarias tanto en los nuevos autores dramáticos como en la producción misma. Acusaba de una frívola repetición de temas (como las orientaciones sexuales), el alejamiento de los temas históricos (haciendo la salvedad de “Hamilton”), la reescritura de obras con temas “complicados” por temor a la “cancelación”, la mal hallada obsesión por cierto tipo de teatro musical insulso y efectista donde importa más la música y el baile que la trama, y el haber convertido los escenarios tanto de Broadway como de otras capitales teatrales, en extensiones mediocres de la televisión y del cine. Predijo (más bien estableció) la muerte del teatro de ideas, del teatro histórico, del teatro de conflictos humanos trascendentales y sobre todo la total ausencia del teatro que examine el devenir político, económico y social del mundo.
Y todo quedaba justificado con la viejísima e inculta aseveración de que “la gente quiere ir al teatro a divertirse, no a pensar ni a sufrir”. El problema de esta frase, (y esto lo digo yo, no mi colega sociólogo) es que aquí no sabemos de qué “gente” estamos hablando. ¿Quién es esa “gente”? ¿Cuáles son sus ideas, sus gustos, sus carencias, sus aspiraciones, su cultura, sus pasiones)? Estas generalizaciones han destruido la esencia misma del acto teatral.
¿Cuál era la razón para esto? ¿A quién culpar? Al exceso de promoción y estrategias de publicidad de las redes sociales, que, proponiéndoselo, construyen una idea de que el teatro es un producto que compite y cuyo éxito o fracaso no depende de su propuesta ideológica o de los temas que presenta, sino de cuántas taquillas vende.
En cuanto a Puerto Rico, no sé si soy el más adecuado para decirlo, pero aquí va. El teatro como experiencia, va muriendo. El teatro como idea, agoniza. El teatro como pasión ha muerto y los que llegan a él buscando algo más que una risa fácil ya no tienen muchas alternativas, a parte de las pocas Compañías Productoras que llevan a escena dramaturgos nacionales establecidos por sus excelentes méritos (o las que ellos mismos producen con inmensos esfuerzos), apenas quedan pocos teatros universitarios, la Compañía Nacional de Teatro, T-15 para los aficionados a lo micro, pero no mucho más.
El otro día leí un comentario de una persona en un hilo de Facebook que decía más o menos así: “Fui a ver la obra XXXXX en Bellas Artes, la taquilla me costó carísima, y a los cinco minutos de salir del teatro ya ni me acordaba de qué trataba la obra, pero les digo que me reí con ella hasta mearme encima”.
Nada más con el testigo.
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