Por RAMOS-PEREA
Ayer murió Shakespeare.
No el Bardo de “Hamlet”, sino el perrito de mi amada compañera, cuyo nombre le puso por mi oficio. Lo había acompañado por casi una década y le llamaba su “perrihijo”.
Yo nunca he sido amante de los animales. Lo fui demasiado en mi infancia y me agotó la pena de tanta responsabilidad. A ella le dio trabajo manejar su dolor y estuvo todo el día con las lágrimas en el risquito cariñoso de sus ojos melancólicos.
Yo sé que me dispararán la frase de que soy un insensible porque los animales son como las personas, y no sé qué otra moral habla de los animales con tal amor cual si fueran seres humanos.
Pero ayer cuando lo enterramos con su cuerpecito contraído bajo un pequeño arbolito de limón, ella se abrazó a mí y contuvo como pudo sus lágrimas. No sé si lo hizo para que yo no le apuntara lo que podía parecer una exagerada expresión de sentimientos. Pero lo cierto es que, si iba a llorar a lágrima viva, no lo hizo. Su llanto fue pequeño, callado, y silencioso. Me pareció, y esto lo digo con un amor profundo, un callado llanto de gratitud. Lo que apoyé diciéndole que a veces ante la muerte, lo que hay que dar son gracias. Por lo vivido, por supuesto.
Lo cierto es que me quedé meditando en todo ello con algo de seriedad, una seriedad que he dedicado a muy pocos animales. Siempre me han parecido seres inferiores, de quienes tiene que encargarse la propia naturaleza sabia y no la intromisión impertinente de lo humano, pero sentí que algo andaba cojeando en mis pensamientos.
Mi compañera había dependido del cariño de aquel animalito por años, dormía con él, jugaba con él, lo llevaba de paseo, le compraba la mejor comida y se gastaba lo que no tenía en sus tratamientos para que el susodicho perrito fuera feliz, feliz según su definición. Shakespeare se lo agradecía con el cariño que esos seres inferiores pueden dar. Se acurrucaba, la lamía, le brincaba a su falda, bueno… todas esas travesuras que hacen para simplemente ganarse alguna cosa suculenta.
Pensé en la gata Machuta, a quien no veo hace casi una semana. Y nunca la he llamado mía porque no quiero reclamar propiedad por algo que le pertenece a la vida. Pero -por un minúsculo prurito de compasión- le pongo comida en el balcón de mi oficina y los únicos que llegan son los tres o cuatro malandros que la han preñado qué sé yo cuántas veces.
Hace una semana la vi apocada y caminaba lento, como adolorida. Estaba muy flaca. Y sospeché que esa ausencia se debe a que está muerta. Pero si así, ¿qué culpa tengo yo?
“¡No la llevaste a esterilizar! ¡Eres un insensible y un abusador!”.
¿Cómo? ¿Por qué tenía que llevarla a esterilizar si está en su propia naturaleza el procrearse! Y me dirán: “¡LOS ANIMALES NO SABEN!”
¿Qué es lo que no saben? Bueno, no saben lo estúpidos que somos los humanos.
¿Acaso no han sobrevivido milenios más que nosotros? ¿Por qué tengo yo que intervenir en lo que son sus instintos más puros, su propia esencia de hembra animal, con la impertinencia o la ARROGANCIA de mi supuesta sabiduría humana?
¿Por qué no ejercemos el respeto por la vida por encima de esa absurda pretensión humana de que todo nos pertenece y que todo lo podemos dominar?
No. Yo no tenía -si es que ha muerto- la obligación de esterilizar la gata Machuta. Ella no era MI gata. No era mi propiedad. ¡Es -como ha dicho Kahlil Gibrán tantas veces- los que amamos no son nuestros, son HIJOS DE LA VIDA DESEOSA DE SI MISMA!
Yo deseo intensamente la vida. La amo más que cualquier otro valor humano. Y no la cedería “gentilmente” a la muerte como rabió el genio Dylan Thomas. Si me he de ir de la vida, me iré pataleando por defenderla, a garrotazos, a mordiscos, a gritos. No, a m i nadie me quitará la dicha de vivir o de haber vivido lo que viví. ¡Por que vivir y defender la vida es la experiencia más noble e iluminada de lo humano!
Y aunque es muy inferior a lo humano, el perrito de mi compañera, viejito como estaba, vivió, y vivió bien. Y según ella me cuenta que le vio morir, su paso no fue doloroso, sino tranquilo, con una última exhalación que sintió más palabra que quejido. Y estoy seguro de que Machuta también lo ha hecho.
Y si tuviéramos que enfrentar el dolor de la ausencia de Shakespeare, aún nos quedan los limones que dará el árbol bajo el cual sembraros su rígido cuerpito. Estoy seguro de que serán dulces, dulces como amor que obsequian las lágrimas calladas.
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