Por R. RAMOS-PEREA
Latinoamérica tiene una voz atronadora. Propia, única, esplendorosa. Es una voz sin riqueza, pero millonaria de voces, acaudalada de luchas y esperanzas que el teatro ha recogido en el enriquecido fruto de palabra y gesto.
Nuestro teatro latinoamericano, del que Puerto Rico es arteria y vena, late en nuestro suelo desde los gritos del Rabinal Achí, desde las preces del Ollantay, que junto a nuestro areíto, nos hicieron identidad.
¡Cuanta Latinoamérica tenemos en nuestros escenarios! Esa que se nos brota en cada parlamento, en cada silencio armonioso, en cada mirada melancólica a nuestro voluptuoso paisaje americano. Y con él, la vivencia de los paisajes del hambre, de la opresión, de los desaparecidos, de las traperías con que nos torturó el norte, y con la miseria máxima y perpetua de la esperanza.
¡Somos el continente que más desea! Pero desea que le devuelvan lo que le han robado. Y lo exigimos desde la escena. Desde el gemir furioso de dramaturgos inmensos como Usigli, Discépolo, Santana, Alencar, Wolf, Estorino, Machado de Asis, Disla, Arriví, Rovner, Chalbaud, Schimdhuber, Buenaventura, Reyes, De María, Gambaro, Tapia, tantos... tantos... que se desbordan de la copa brillante de esa tierra bendita, ¡Latinoamérica! ¡Qué teatro brillante le has dado al mundo! ¿Y cómo el mundo te lo ha pagado?
Tal vez, en los desiertos de Sonora, límite del mundo civilizado, o sobre las pedregosas orillas de las Malvinas que se robaron los ingleses, o en las murallas del Morro boricua que escudan cinco siglos del más violento coloniaje, ... hay fantasmas de actores y dramaturgos latinoamericanos que representarán para los siglos las historias de nuestras naciones.
Y aunque sean fantasmas, todavía nos revientan los tímpanos. Porque su acto final no les ha llegado. Ni les llegará. El Teatro Latinoamericano será eterno.
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