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Roberto Ramos Perea

EL CONGRESO ESPIRITISTA (… y yo pensando en “Maripily”)


Por R RAMOS-PEREA

Hoy dio fin el @CEPA Congreso Espírita para el Progreso y la Armonía (CEPA) que acogió aquí a docenas de representantes de América, Europa y PR este fin de Semana. Pasaron muchas cosas extraordinarias a las que el Instituto Alejandro Tapia y Rivera se afilió como invitado de su Presidente, el Prof. José Arroyo, distinguido intelectual, amigo muy estimado y Rector de la Escuela Espírita Allan Kardec, Inc.

Empiezo por felicitar al amigo Arroyo, puertorriqueño, al ser elegido hoy como Presidente de la CEPA Internacional y encargado de organizar el próximo Congreso que se llevará a cabo en Caracas, Venezuela, de aquí a cuatro años, si las deprolabres condiciones políticas que asolan a nuestra vecina República, así lo permiten. Es una alegría para nuestra Nación, ocupar la Presidencia de esta necesaria y excelsa institución internacional laica dedicada al ejercicio del bien y a la libertad del pensamiento.

El excepcional Discurso de Apertura que ofreció Jacira Jacinto Da Silva, pasada presidenta de CEPA, en su apacible español brasileiro, urgió a los pensadores libres -espíritas al caso- a que (prafraseo), no imitemos la pasividad estéril de los discursos religiosos. Es hora de hacer. En un mundo donde a cada minuto se asesina una mujer, donde hay hambre, miseria moral, desigualdades y huracanes de pobreza, ¿qué hacemos los que pensamos? ¿Qué cosa hay en agenda para que el accionar produzca soluciones?

Su insistente llamado a la acción por la justica social me recordó las palabras huecas de los “empoderamientos” nacionales. No pude presenciar muchas de las otras ponencias -ví algunas por internet- pero ante ese vacío de respuestas, me enfrenté al Discurso de Clausura de Jon Aizpúrua, uno de los más grandes pensadores latinoamericanos de la actualidad, venezolano exilado en España.

Compartí un largo café con el Maestro Aizpúrua la tarde del viernes en el que hablamos del deber de los intelectuales libres pensadores en un mundo que requiere de una inmensa cultura humanística para enfrentarlo. Hablamos de Kardec, de poesía, de teatro, de nuestro Ramón Negrón Flores y su poesía reencarnacionista, ¡hablamos hasta del Sandino espiritista!, pero sobre todo hablamos de esperanza. La utopía es uno de mis temas favoritos, sobre todo cómo construirla desde la nada y que aún así sea sólida para unir a ella la esperanza que siempre da la inteligencia y la sensibilidad. Intercambiamos libros, afectuosa solidaridad y el compromiso de vernos en su exilio en España muy pronto.

Y cuando hoy, en su conferencia habló de cultura espírita, confirmé el abismo entre “teoría y praxis” en que nos debatimos. La “teoría” del vivir un cultura espírita laica, no religiosa, donde no se juzgue a nadie por su fe, donde dios no sea un garrote ni un chantaje. Donde sea la paz.

Mientras escuchaba al Maestro Aizpurua, me hundí en terribles contradicciones sobre la “praxis”. ¿Cómo impulsar la paz cuando nuestra cultura es la violencia? ¿Tendremos derecho a la paz cuando en pocos meses, nuestras elecciones “democráticas” serán robadas descaradamente; cuando lo aceptemos y pensemos que es lo mejor? Y por ahí me seguí negando la paz posible… pues, porque hoy Maripily es “la mejor representante de la cultura y la identidad puertorriqueña”? ¿Con qué paz se puede combatir tamaña monstruosidad?

Pero el Maestro Aizpúrua no sabe de estas miserias nuestras. Su discurso fue iluminador, urgente, imperioso. Necesitamos practicar la teoría de la paz, de la tolerancia, de la acción contra la injusticia. Sin tener que ceder a la estulticia del bruto, ¿cuál será el modo puertorriqueño de hacerlo? Esa es la pregunta.

La cultura de amor y del respeto por la paz están en déficit. Nuestro narcisimo la ha comprado pagando el precio más alto.

Bajo la cabeza ante la filosofía del libre pensamiento. Me reafirmo en la espiritualidad, en mi curiosidad por el mundo de los desencarnados y su sabia moral iluminada; esos que alguna vez cuando encarnados, sintieron lo mismo que yo, y aún no se sobreponen, -igual que yo-, a la sorpresa justa de la eternidad del alma.

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