Demasiado pero siempre insuficiente: El hombre que quiso ser rey y convirtió todo lo que tocó en hez
- José E. Muratti Toro
- 29 mar
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José E. Muratti Toro
Trump está desarticulando un "orden mundial" hecho a la medida de sus propios intereses y los de los Estados Unidos de América.
Resultado del enamoramiento de gran parte de los votantes identificados con sus prejuicios y su desdén por todo lo que no sea simplista y maniqueo (en el mundo solo hay blancos y negros en sentido figurado y literal, no hay puntos medios) en su segundo mandato está estableciendo un estado fascista compuesto por los dos estandartes medulares del siglo XX: la masculinidad y poder personalista de Mussolini, y las maquinaciones racistas e imperiales de Hitler.
Su ignorancia, sobre todo de la historia, así como su infatuación con su propia imagen como dominatrix mundial, le impulsan a socavar precisamente el sistema depredador capitalista que ha convertido el país en una potencia mundial.
Los EEUU han capitaneado la globalización moderna de la que equivocada y premeditadamente acusan como eufemismo y artimaña de control financiero a los judíos. Durante el siglo XX, tras varios desplomes de la bolsa de valores durante la segunda mitad del siglo XIX hasta el 1929, el capital estadounidense multiplicó la presencia de sus operaciones en por todo el mundo, sobre todo en Oriente.
Su principal propósito fue la tradicional estrategia del imperialismo de apropiarse recursos naturales y establecer gobiernos títeres que utilizaran corporaciones estadounidenses para "modernizarse".
En una segunda etapa, capitalizando en su disparada capacidad industrial tras la II Guerra Mundial, sobre todo con una Europa y un Japón devastados, se dieron a la tarea de crear mercados de "subcontratación industrial" en las economías más frágiles principalmente de Oriente y cuya "seguridad militar" dependía de las colosales fuerzas armadas estadounidenses.
China, Japón, Filipinas, Taiwán, Corea del Sur, se convirtieron en gigantescas fábricas de componentes y productos terminados.
Desde textiles hasta equipos de transistores, desde tostadoras hasta televisores, desde zapatillas hasta teléfonos inteligentes, Oriente comenzó a fabricarlo todo.
Lejos de que estos países se "robasen los empleos" estadounidenses, la corporaciones multinacionales se llevaron sus factorías a aquellos lugares donde la mano de obra fuese una fracción de la del resto de Occidente, en los que sus gobiernos les hicieran enormes concesiones de financiamiento y sin costosas regulaciones que protegiesen el medioambiente, las condiciones de trabajo y la salud de sus empleados, y donde los beneficios de comerciar en dólares representasen enormes ganancias corporativas y escasas aportaciones tributarias para las economías locales y nacionales.
Desde el punto de vista del capital estadounidense, los EEUU crearon un mundo ideal, a la medida de sus sueños y la voracidad de sus carteras de inversiones. Incluso, los focos de resistencia "anti-americana" representaron una bonanza para el aparato militar-industrial, como lo llamó el Republicano Dwight D. Eisenhower.
Cada escaramuza, cada invasión, cada pequeña guerra, significaba no solo una aumentada inversión federal en las empresas de manufactura de material bélico, sino también ventas aseguradas en las naciones periféricas a los conflictos para asegurar que la "sombrilla de defensa" del Pentágono les protegiera de sus enemigos regionales y globales.
Los EEUU crearon un mundo a imagen y semejanza de la "prosperidad americana" que logró tragarse desde las exrepúblicas soviéticas, tras la desintegración de la URSS, y hasta redundó en la adopción de los modelos de producción capitalista por las socialistas China y Vietnam.
Desde la manufactura hasta las inversiones, desde el control de la moneda hasta la manipulación de la producción petrolera, desde el multibillonario entretenimiento que se convirtió en modelo de socialización cultural, hasta el multitrillonario mercado de la tecnología, los EEUU dominaron el mundo, redactaron su menú y elaboraron su agenda de desarrollo.
El problema que confrontaron es una especie de defecto genético del capitalismo. descrito magistralmente por Mary Trump en su primer libro sobre su tío Donald: "Too much and never enough". Demasiado pero siempre insuficiente.
Ya en la primera década del siglo XXI, el capital estadounidense se inventó un nuevo tipo de nueva economía: los inversores de Wall Street comenzaron a devorar sus gallinitas de oro. Las compañías de manufactura y servicios se compraban y consolidaban en monopolios o se fragmentaban en compañías más pequeñas y se vendían a precios mayores que su valor dentro de una empresa más grande. Otro sector comenzó a fragmentar los servicios de la banca y los seguros, luego los empaquetaban en carteras de inversión con promesas de rendimiento desproporcionales a su valor agregado, y en el 2008 desplomaron el sistema requiriendo que el gobierno federal bajo el liderato del liberal Barack Obama los rescatase.
Cuando Trump bajó las escaleras de Trump Tower, se monta en la cuadriga del descontento de una clase asalariada devastada por la pérdida de valor de sus propiedades, de empleos, e ingresos y agobiada por el exorbitante costo de los servicios. Esta clase trabajadora, predominantemente blanca, de zonas urbanas vinculadas a la manufactura pesada y de zonas rurales, había comenzado a experimentar un exacerbado sentimiento de marginación.
Gracias en parte por el legado de los sectores racistas del Partido Republicano que se encandiló con el Freedom Caucus en los ’80 y ’90, exacerbó el resentimiento de estos sectores por la creciente inserción en el tejido social y la prosperidad de minorías no blancas desde sus hospitales hasta sus supervisores, desde oficiales de ley y orden hasta las noticias, programas de TV y las películas. Para muchos, mientras la pobreza parecía haberse mudado permanentemente a las comunidades de clase trabajadora blanca, sobre todo rurales, la prosperidad colgaba sus guirnaldas y celebraba su nuevo estatus social y económico en los bolsillos de comunidades negras, hispanas y asiáticas.
Astuto lector de los sentimientos de agravio de una virtual minoría blanca que se sentía y siente excluida del "sueño americano", y rescatando su propio racismo y desprecio por las minorías, amordazado por las élites nuevayorkinas que se ufanan de sus diversidades raciales y de géneros, Trump entró en la política como prescolar en una juguetería. Capitalizó en la exorbitante obsesión de dichas élites de ostentar lujos y apariencias sin tener que demostrar otro talento que conocer y ser conocido, y sin el engorroso requisito de saber mucho de lo que fuese. En el reino de la inconsecuencia, el showman es rey.
Su primer término fue un ejercicio de ensayo y error: ¿cuánto le puedo sacar a este contrato temporero en el aburrido Washington, D.C., mientras juego a ser el "hombre más poderoso del mundo"? La transición de celebridad de un programa ficticio del exitoso empresario que despedía ineptos a presidente inepto rodeado de personas conocedoras y competentes resultó ser demasiado traumática. Saberse despreciado por políticos exitosos de clase mundial, sobre todo los europeos, le provocó un incontrolable agravio y necesidad de demostrarse capaz y desquitarse de todos los que no se lo creyeran o rindieran pleitesía.
El intento de mantenerse en el poder del 2020 se convirtió en una obsesión de retribución y redefinición de su legado. Seguramente espoleado por los ideólogos de Heritage Society se entusiasmó con el concepto del Proyecto 2025 y el establecimiento de una presidencia que legara la suma de todos los sueños de las diversas organizaciones supremacistas que fueron reprimidas, marginadas y proscritas por el liberalismo sobre todo durante el siglo XX. Curiosamente, este escenario lo crearon los dos presidentes Roosevelt, acaudalados descendientes de holandeses, que establecieron gobiernos fiscal y militarmente conservadores pero socialmente liberales.
Las facciones proto nacionalistas que invernaron durante las "primaveras liberales" han visto en Trump el profeta, el elegido, el ungido para revertir a los EEUU a la gloria de sus inicios, como nación fundada y dirigida por hombres blancos y terratenientes, iluminados por la Ilustración, pero no tanto como para renunciar a su derecho a la propiedad privada, incluyendo la esclava, y las ganancias, el faro indispensable en su trayectoria como “la nación más grande en la historia de la humanidad”.
Trump se convirtió en el paladín de quienes recuerdan con veneración la nación hecha a la imagen de Dios, en la que la igualdad y los derechos de los desiguales estaban resguardados en el nicho de la Constitución, pero los hombres retenían la última palabra en cuanto a creencias, costumbres y prácticas legales, financieras y de gobierno.
El segundo mandato le ha provisto a Trump y a los protonacionalistas, aderezados por un cristianismo acomodaticio a la multiplicación de los diezmos de los feligreses, la oportunidad de desarmar el aparato gubernamental, aprovechando las contradicciones de los Demócratas, liberales para los social pero tan conservadores para lo corporativo como los mismos Republicanos. Su meta, a tenor con el evangelio según Stephen Bannon, es deconstruir el gobierno y reorganizarlo bajo una oligarquía compuesta por ideólogos de derecha y populistas de barricada.
Pero los hermanos de la santa cofradía tecnológica o tecnobros del (no podría ser más irónico) Valle de Silicón, se han propuesto establecer una estructura de gobernanza dominada y dictaminada por los billonarios tecnoportunistas y de espalda a la masa cuya infatuación con Trump solo compara con su extensiva ignorancia y sus prejuicios entronizados en una superioridad gracias al color de piel pero sin los inconvenientes de una educación universitaria y una cultura universal.
Trump no podría estar más a gusto. Nadie a su alrededor osa contradecirlo pues ha probado ser un antagonista despiadado y cuenta con una masa que le adora como al becerro de oro que Moisés no anticipó.
Los billonarios tecnoportunistas que se sienten a gusto con el cristianismo nacionalista (a pesar de no ser cristianos y ser globalistas), han visto en Trump la oportunidad dorada de generar más y más riqueza mediante la nueva fiebre del oro, la de las "tierras raras" que contienen los cromosomas de todo lo tecnológico. Y, si para adquirirlas hay que cambiar de bando con la OTAN, invadir a Groenlandia o anexar como estado a Canadá, pues ¿qué mejor oportunidad que brindarle a Trump el trono desde el cual autocoronarse rey, recibir una cantidad significativa pero no exclusiva de billones de dólares, y entregarle a las tecnoempresas el emporio de unos Estados Unidos hemisféricos?
Esos Estados Unidos Hemisféricos requieren desmantelar el orden mundial forjado tras la II Guerra Mundial, pues los europeos, con sus prácticas socialistas y sus fortunas resguardadas de la opinión pública, le restan caudal a los EEUU que tan gustosamente han fungido de policía del mundo y del cual ellos se recuestan y viven, según J.D. Vance.
Y ahora que Putin se empeña en restablecer el imperio de los Romanov, ellos coligen que a los EEUU lo que les conviene es cerrar sus fronteras, aprovechar todo ese caudal por explotar en Groenadá y dejar que los europeos se maten entre sí para acudir con un segundo Plan Marshal a reconstruirlo todo con capital estadounidense y recursos europeos.
Así que Trump desempeñará su rol de rey-cum-fuhrer con deleite. Desplazará negros, latinos, lbgttq's, musulmanes y artistas, y reinará entre campos de golf mientras Musk y sus tecnoportunistas se dividen el bizcocho de la nueva sociedad rediseñada por la Inteligencia Artificial.
El resto de nosotros miraremos cómo se quedan con todo a través de las verjas de cyclone fence hasta que los más desesperados la derriben, caigan ametrallados por milicias lideradas por Enrique Tarrio, guardias nacionales de estados del sur y el oeste, y algunas unidades del army. Entonces, cuando seamos tantos que no alcancen las balas, nos propondrán un cese al fuego pues no habrá quien recoja productos agrícolas, ni construya casas, ni entreguen hamburguesas por las ventanillas de los fast foods.
Al otro lado del mundo, los europeos reconstruirán sus milenarios reinos con máscaras anti-radioactivas, y se protegerán con palos y piedras como pronosticó el orwelliano Yuval Noah Harari.
Nosotros acá en el paisito aprenderemos a ajustarnos a los cambios climáticos para sembrar, recoger e intentar distribuir la cosecha entre la mayor cantidad de nosotros posible, pues siempre habrá quien quiera acumular y no se conforme con la porción acordada.
Y por las noches, a la luz de los jachos y las fogatas, recordaremos al sujeto que quiso ser rey y que, en un giro cínico del destino, en vez de convertir todo lo que tocaba en oro, convirtió en hez y veneno todo lo que tocó.
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