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Roberto Ramos Perea

CONSTRUYENDO UNA PASIÓN


Por R RAMOS-PEREA

El pasado sábado fue la última clase del TALLER INTENSIVO PARA ACTORES que PRODUCCIONES ARAGUA y FLORENTINO RODRÍGUEZ, con el auspicio de la Comisión Conjunta de Donativos Legislativos, el Centro de Bellas Artes y el Instituto Alejandro Tapia y Rivera llevaron a cabo en los salones del CBA.

Más de sesenta actores puertorriqueños estuvieron entrenando y refrescando conocimientos bajo la tutela de excelentísimos profesores como Mariana Quiles profesora de Actuación, Miguel Diffot de Canto, Raúl de la Paz de Baile, Herman O`neill de Dicción y el que esto escribe de Análisis del Texto Teatral e Historia del Teatro Puertorriqueño.

Aragua no pudo haber escogido mejores profesores para una generación de talentosos actores que se levanta aspirando a un acercamiento formal, serio, comprometido con el arte de actuar. Estos no son aficionados. Son actores que desean continuar su educación de maneras inteligentes, con los mejores profesores de teatro que contamos.

En un momento de la historia cultural de nuestra Nación, donde cualquiera se para en un escenario “a hacer que actúa”, la formación física e intelectual de un actor se hace imperiosa. Por lo que a mí respecta, fue una experiencia alucinante en todo sentido. Me permitió tomar el pulso de los intereses, aspiraciones y curiosidades del actor puertorriqueño en formación. Pero sobre todo de sus carencias y sus reales intensiones.

El primer día de clase, “a rajatabla” como dicen, les apuñalé la pregunta: “¿Por qué y para qué usted quiere ser actor?” Intimidados con mi agresivo tono, las respuestas tardaron en balbucearse. Y pensé, ¿cómo yo hubiera contestado si me la hubieran hecho a mí?

Y me recordé cuando, ya con alguna apreciable experiencia, fogueaba parlamentos con aquel Titán de la Escena Nacional que fue Don RAFAEL ENRIQUE SALDAÑA. Creo que soy de los pocos teatreros que le recordarán o trabajaron con él. Compartí escena dos veces con él, y le dirigí en la última obra que hizo antes de despedirse.

¡Qué portento de voz!, ¡Qué mirada escrutadora y profunda, que concentración espectacular y que caballerosidad y compañerismo escénico! ¡Qué inmenso y magnífico respeto por el arte del Teatro destilaba este hombre! Ejemplo de las más altas virtudes teatrales en su máxima expresión.

Recuerdo la sesión de estudio del drama en que le dirigí, donde le dije, preso de pavor ante aquel fenómeno: “Don Rafael, es un verdadero orgullo poder dirigirle en esta producción y espero de usted enseñanza y luz en mis momentos de debilidad.” Con una sonrisa tierna me dijo con conmovedora sensibilidad: “Señor Director, quien viene a aprender de usted, soy yo. Estoy a sus órdenes.”

Aquella dirección fue para mí una escuela. A veces le decía: “Maestro, me gustaría pedirle que en esta línea hiciera esto, si usted siente que le funciona”, y él con una carcajada triste me contesta: “Señor Director, si usted me manda a ponerme de cabeza, yo me pongo de cabeza. No pida mi permiso para usarme para su creación”.

Aquel caballero de la escena, aquel hombre sensible, inteligente y dócil, pero titán hercúleo a un tiempo, me dio maravillosas lecciones de respeto por mi arte. Con el tiempo, su inacabable resumé de obras y películas pasó delante de mí como cuadros vivientes de una historia épica. Le admiré mucho, como admiré a Benjamín Morales, a Luis Vera, a Chavito Marrero, y cómo admiré y amé a uno que fue como un padre para mí, ¡mi queridísimo viejo Marcos Betancourt de quien tengo tanto que contar!

Y todo eso lo pensé en los minutos en que mis estudiantes del Taller de Aragua me empezaron a contestar sus razones por las que querían ser actores. No los escuché, al fin y al cabo, no importaba. Tampoco les quise preguntar si sabían quién había sido Don Rafael Enrique Saldaña, pues estoy seguro de que ninguno sabría, así que lo dejaría para una clase futura.

Me importó mi recuerdo: yo quise ser actor, porque yo quería ser parte de una maravillosa historia jamás contada: la historia de la pasión dramática puertorriqueña.

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