Por R RAMOS-PEREA
Anoche en el estreno de Sirena un hombre muy mayor, de piel negra, se sentó muy solo en una de las filas traseras de la platea. Me había sonreído amablemente al llegar, y le respondí con la misma cortesía que me prodigó. Pero la imagen agrietada de su rostro abatido por los años, no me abandonó en todo el primer acto. Por lo que de tanto en tanto volteaba a mirarle.
En la escena más terrible de ese acto, el hombre apretó sus dientes, hasta mí llegó la furia de su memoria y luego la paz infinita de la comprensión.
En el intermedio, no me atreví hablarle. Nos pasa a los dramaturgos que mucha gente se acerca a hablarte a la vez, y encima salir a fumar por los nervios, hablar con los amigos, y desde la acera del teatro lo veo leyendo los paneles de la exposición de Arriví, y como su cuerpo, en su pesado andar de sencillo y hasta pobre viejo de pueblo, iba lentamente por cada una de las fotos de la historia del Padre de nuestro Teatro en el Siglo XX, el dramaturgo de Sirena, que está en el vestíbulo.
Al entrar para el segundo acto, entre la obra y la imagen del anciano, no podía contener mi bifurcada curiosidad.
En el momento climático de Sirena lo ví abrir sus ojos como dos lunas rabiosas, como si aquella redención le hubiese partido como de rayo su memoria. Catarsis le llamaron los antiguos dramaturgos.
La obra termina, felicitaciones, abrazos y algo asombrosamente callado de redención. El anciano se había requedado sentado mirando el escenario vacío, la negra luz de su nostalgia parecía perdérsele entre los cortinajes del teatro. Salió último para no tropezarse con el tropel. Luego, en el vestíbulo, se me acerca y me tiende su mano, lo miro a los ojos. Está llorando. Ese llanto silencioso de los ancianos que es un grito sin voz, un alarido sin eco, una congoja muda que solo el corazón escucha. Y me dice muy bajito… “gracias”. Le contesto que gracias a él por haber asistido. Asiente suavemente y me repite “gracias… usted no sabe por qué”. Y mudo quedo yo ante la desconocida memoria que aquel desconocido anciano me regaló, cuyo por qué solo él sabrá y que yo con mi impertinencia de dramaturgo jamás podré comprender.
¿Qué cantar de “Sirena” habrá sido, que la Sirena mía a su vez encantó?
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