Por Roberto Ramos-Perea
Del Instituto Alejandro Tapia y Rivera
En una lluviosa y oscura noche de 1824, manos temblorosas de una empobrecida mujer depositan en el portal de la Catedral de San Juan a una bebita envuelta en sucias sábanas, que lloraba desconsolada de hambre y frío. Al abrazo de la promesa del día, aquella criatura dejó de llorar al ser acogida por el seno cálido de alguna monjita que en caridad le dio los primeros soplos de su merecida vida.
Allí fue depositada “expósita”, (como se le decía entonces a lo que hoy sería “abandonada”), la que será una de las más privilegiadas voces de nuestro romanticismo literario, y fue bautizada con el bello nombre de Carmen.
Carmencita fue entregada entonces como la hija, no pedida pero deseada, de una viuda ya entrada en años, llamada Gertrudis Mercadillo, quien con su pequeña fortuna la educó y la crió en el sano privilegio del amor maternal.
No sabemos -ni sabremos nunca- qué misterioso numen o que buen espíritu acompañaba a la niñita que, a la luz de una vela vacilante, escribía sus primeros versitos a la Virgen. Aquella niñita creció enjaulada en los mores de su época, hasta que descubrió el poder revolucionario del teatro.
A los 22 años, su carácter rebelde e inconforme la llevó al conflicto de las ideas, a la insoportable confrontación entre la fe y la carne, entre el deseo y la travesura, entre la esperanza y la dignidad.
Carmen Hernández, escribió entre 1846 y 1864 tres dramas brillantes que han sido poco considerados por la crítica y que fueron leídos por el insoportable crítico neoclásico español Don Alberto Lista que, a pesar de su mal carácter y su prejuicio por lo colonial, entusiasmó a la joven alebrestada a continuar escribiendo.
En 1874 enamora con un prominente hombre de negocios de San Juan, y con el merecido privilegio de su venturoso matrimonio se propuso dejar una huella literaria que hoy nuestra desidia por el pasado ha borrado.
Sus dramas, que yo visito de tanto en tanto, y que el Instituto Alejandro Tapia y Rivera espera publicar junto con su encontrada poesía y su novela, -si consigue los medios- son de las muestras más intrigantes del romanticismo nacional.
Solo digo que ya es tiempo de dejar los juicios apresurados de “mojigatería literaria” o el peyorativo y degradante “dramones”, con los que muchos críticos (mujeres la mayoría), ha encarcelado en el olvido a estas, nuestras genialidades dramáticas. Espacio para su memoria en nuestro empobrecido presente que se alimenta de nuestro más abyecto olvido.
Amantes del teatro y la literatura: ¡ESTA ES NUESTRA PRIMERA DRAMATURGA PUERTORRIQUEÑA!
¡Qué poco sabemos de cuánto nos hizo crecer como Nación el esplendoroso romanticismo!
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